8 de julio de 2010

La insoportable levedad de ser arquero


Un gol recibido puede echar abajo toda la planificación previa (Maradona lo sabe), derrumbar los anhelos de los hinchas, tener los mismo efectos que tomar valium en los jugadores ahora abajo en el marcador, y a la vez llamar a ese vampírico ser nocturno llamado desesperación que se apodera, con sus frías garras y filosos colmillos, del equipo. Aunque es lo más buscado en el fútbol, en tiempos de juego mezquino con tácticas ultradefensivas, evitar un gol se ha vuelto aún más importante. En las espaldas del arquero, así los comentarios digan que nada se le puede reclamar, quedará ese peso de responsabilidad de haber podido esforzarse más en caso de recibir una anotación. Una sensación insufrible de culpa, como la de Atlas cargando el peso del mundo, en caso de existir complicidad.

Fueron notables escritores y consumados guardavallas Camus (todo lo que aprendió de la vida lo hizo bajo los tres palos, menciona) y Nabokov (disfrutaba de la fama de jugar en el arco durante sus años en Cambridge). A diferencia de ellos, a pesar de que en el arco me defendía como podía en época de colegio, con las letras resulto fácil de galletear. El año pasado traté de escribir un cuento futbolero inspirado en la vez que vi a un pequeño canaya pasando por el Gigante de Arroyito que besaba los pilares, se saludaba con los albañiles y guardias del estadio, y también en mis experiencias en el arco. Un puesto destinado para los gordos, inadaptados, malos; los desterrados. Una posición rehuida y por la que nadie pide en su cumpleaños un par de guantes. Era el nuevo del barrio y los vecinos mayores (entre 10 y 13 años hay una inmensa diferencia); y sin embargo sentía como propio ese lugar rechazado, después de todo Benji y Richard en los Súper-Campeones estaban al mismo nivel de Oliver, Steve y Tom. Cuando jugábamos algún campeonato y queríamos ganar lo elegía voluntariamente.




En ese cuento que pasó lejos del palo trataba de explicar la impopularidad de querer aguantar pelotazos y revolcarse; ser carne de cañón para el insulto si se pierde; la adrenalina de estar impartiendo órdenes y transmitir seguridad; la eterna soledad, comparable a un guardián de faros, de estar cuidando la portería y la perspectiva de las cosas que se tiene desde ahí; y el complejo de mártir impreso en el ADN que lo hace lanzarse, sin protegerse, ante cualquier ataque. No lo logré, Juan Villoro lo hizo (alguien que además de regalarnos relatos llenos de armonía, parecidos a un apacible paseo en velero, también gusta del buen fútbol y mantiene un blog desde Sudáfrica junto al bigotón de Caparrós). En su crónica El último hombre muere primero describe magistralmente, como sabueso investigador, la manía de los porteros por no cometer equivocaciones, el morir a plazos que eso significa, las altas dosis de neurosis de espía de la KGB y la desconfianza necesarias, lo introvertido y reflexivo (casi zen) que pueden llegar a ser lejos de las canchas, a partir del sucidio del portero alemán Robert Enke, entonces principal candidato para ser titular en su selección. Enke no aguantó la presión y se terminó lanzando a las vías del tren esperando detener su vida. Villoro detalla gambeteando con la elegancia de Zidane y terminándola de volea los motivos; y de paso también descubrir el porqué alguien tiene la vocación de tratar de impedir la mayor alegría del fútbol.

Robert Green y Julio César fallaron en Sudáfrica. Sus errores fueron catastróficos para sus equipos. No son motivos para colgarse, pero ahora deberán dedicar el resto de sus carreras a enmendar sus fatales equivocaciones. Zetti (del mágico Sao Paulo) fue el primer gran arquero que vi, después se le sumaron Taffarel, Navarro Montoya y Chilavert. Ahora que he colgado los guantes prefería tener un poco de la pluma de Villoro a las felinas habilidades de esos suicidas aguafiestas.


En su último lamento como cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto». El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre.

El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se trate de alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la furia.

Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta: «El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores

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