23 de abril de 2010

La ciudad a la que no volvería

«¿Qué tal es Tucumán» le preguntaba a mi amiga Gisella un día antes de irme de Jujuy, casi un año atrás. «Viste que en cada ciudad de Argentina hay una villa miseria, pues Tucumán es la villa miseria de la Argentina» me respondía y Martín, su novio, agregaba «debes tener cuidado porque los tucumanos son mentirosos, peligrosos, te pueden robar y meter un tiro si le dices algo que no les gusta o los miras mal». «Pará mi amor, lo vas a asustar. La ciudad no te va gustar mucho pero las afueras son muy lindas» eran las palabras finales, y de reproche a Martín, de la Gise al ver mi cara de estupefacción porque mis vacaciones se podían arruinar.



Leyendo la revista SoHo de este mes, dedicada al turismo (mostrando el verdadero rostro de los viajes, que son como el mar: uno vuelve así te golpee y revuelque, porque algo bueno tiene), específicamente la sección “A esta ciudad no vuelvo”, donde varios escritores relatan sus razones para no volver a una ciudad, hago una lista mental de los lugares prohibidos a regresar y se me vienen a la cabeza en el Ecuador Santo Domingo de los Tsáchilas (nunca encontré algo para hacer en medio de tanto calor y casi me roban un par de veces), Ayangue (un paraíso de playa sin olas pero todo lo que uno compraba era excesivamente caro y la premura para que pagues enseguida provocaban calambres y naúseas en el mar), y en otros países Barcelona (las prostitutas no paraban de seguirme ofreciéndome un polvo rápido, peleas por todas partes y cuando llegué los tipos del hostal se habían olvidado de mi reserva, corriéndome del lugar ante mi insistencia de quedarme hasta poder guiarme por Las Ramblas), y en el tope de todas San Miguel de Tucumán, capital de la provincia con el mismo nombre.

La experiencia tucumana no fue extremadamente trágica como me la describieron mis amigos. Sin embargo, tal vez por la nostalgia de salir de un lugar del que no me quería ir (Jujuy) y entrar a una tierra desconocida, no le di muchas oportunidades. Aunque lo visto al llegar no me hizo cambiar de opinión, sino le bajó en algo a la exageración de la Gise y Martín. Calles caóticas y estrechas, ruido por doquier como un gran mercado, muchas personas pidiendo limosnas en edificios extremadamente descuidados (llenos de humedad y totalmente cuadrados, funcionales en la boca de algunos) alrededor de San Miguel de Tucumán, una ciudad del tamaño de Cuenca pero con una población de dos millones de habitantes. La sensación era que todos estábamos uno encima de otro, una gran aglomeración parecida a vivir en la calle Diez de Agosto al mediodía; y en la noche una densa capa de neblina amarilla cubría el cielo. Un espectáculo causado por la contaminación expedida por el sinnúmero de fábricas. Y por supuesto que me enfermé.



Me quedaba en la casa de una tía que se pasaba viendo televisión todo el día (Tinelli era fijo en las noches) y cuando hablábamos de algo, y sobre todo cuando hacía preguntas, su única respuesta era «porque sí». Kirchnerista hincha de Racing me recomendaba pasear por la Plaza de la Independencia porque ahí hay mucha historia. Y los edificios eran alucinantes, un oasis, lástima que sólo era una cuadra, por lo que seguí otros de sus consejos y contraté un tour (primera y última vez en un paseo guiado)para conocer el Cerro San Javier, la villa Nogues y un dique para veranear. San Miguel de Tucumán no me iba a ayudar y el día del paseo ocurrió algo que no vi en el resto de provincias, llover. Un frió hasta los huesos y una capa de neblina que no dejaba ver más allá de cinco metros se llevaron mis treinta dólares, con un guía que me decía que las personas en Tucumán son muy sociables y les gusta salir, cosa que tampoco vi.

Estuve dos días en la tierra de La Negra Sosa y salí corriendo en el primer bus hacia Tafí del Valle y Quilmes. Sitios dignos para alquilar un auto, ir a propio ritmo y dedicarse a recorrer el camino.

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