Días antes de viajar en avión un temor me invadía. No era por el contagio sino por la posibilidad de que se suspendan los vuelos. Suerte que la peste usaba sombrero de charro, y en los aeropuertos los empleados sólo discriminaban los pasaportes mexicanos. En la espera en el Yei Yei Olmedo, pude ver la nueva apariencia de las bellas vendedoras convertidas en enfermeras con sus guantes y barbijos, además de responder a nuevas interrogantes, aparte de los formularios de siempre, sobre dolores de ojos, malestares del cuerpo y solicitudes de números de teléfono y hoteles. Una foto, para reconocerme por las calles, en caso de ser un ignorante portador de la peste, fue como me recibieron en Ezeiza. A los dos días de haber llegado ya se detectaba el primer caso de influenza en Buenos Aires. En cada traslado de ciudad en ciudad, los desconocidos que acababa de conocer me preguntaban de donde era y si había pasado por territorio azteca. Después de responderles que todavía no había llegado la porcina al Ecuador y que México está a miles de kilómetros, ya compartíamos el mate, cigarrillos y nos dábamos besos de despedida. Regreso cuarenta días después a Buenos Aires y con un invierno ya instalado, en la casa donde me quedaba, un adolescente, al igual que la mayoría de los infectados, sentía tiritar su cuerpo y la fiebre lo envolvía. Suerte que no había estado días antes cuando llegó gente del Ministerio de Salud para añadirlo a las estadísticas. En esos días había pescado un catarro y seguro me hubieran puesto en cuarentena.
Antes de regresar a Ecuador, en los estrechos pasillos y salas del aeropuerto de Ezeiza, los barbijos y el gel para lavarse las manos se vendían frenéticamente, sin importar que tuvieran precios de aeropuerto. Por eso el avión parecía una luminosa sala de operaciones y el vino derramado en la blanca tela, ante las peripecias de los viajeros para comer y beber sin quitárselos, pintaba de realidad al asunto. A la llegada a suelo ecuatoriano, una cámara infrarroja te recorría de pies a cabeza y determinaba si eras un infectado más. En Guayaquil, el calor me hizo sentir a salvo hasta hace dos viernes, cuando después de un concierto me encontré con el Ministro Ricardo Patiño y hablé un par de palabras con él sobre unos proyectos (a veces te toca bailar con el diablo). El mismo día mi hermana llegó con los ojos reventados, la garganta inflamada y con malestar de cuerpo. Dos días después me enteré que Patiño era portador de la gripe AH1N1 al igual que el presidente de Costa Rica. La cagada, esta gripe no tiene preferencias, me dije enseguida… Ya han pasado quince días desde el último encuentro con la plaga y no hay síntomas. Si esta es una pandemia al estilo I am legend, donde perecerá una parte importante de la raza humana, después de algunos roces con la enfermedad, creo estar entre los elegidos para salvarse. Eso pienso mientras un moco se me sale de la nariz.
P.D. Los links son excelentes crónicas porcinas. Recomiendo principalmente la de la revista mexicana LETRAS LIBRES.
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