En una final de fútbol, la efervescencia emocional que causa el partido tiene un efecto físico en que los cuerpos se tensan, se estiran al máximo y eso que les da una dureza increíble, también los vuelve más frágiles a violentos golpes. Una patada, un codazo, un cabezazo de una final es peor que ser noqueado por un púgil experto. Porque acá uno no está listo para recibirlos. Y en mi caso como arquero, el único objetivo es atrapar el balón protegiéndome de la maraña de brazos, piernas y escupitajos, todos dirigidos hacia donde también voy yo, y que la mayoría de veces alcanzo primero. Esta vez no fue la excepción sólo que en el mismo instante sentí unos botines impactar mi cabeza.
Sé que estoy en una final, sé que de mi depende mantener este uno a cero que logramos con un favor del árbitro (pitó un penal que yo desde el otro extremo claramente pude ver que no fue así). Pero las honestidades a la mierda, lo que importa es ganar; porque no gano sólo por gloria propia sino también porque quiero ver feliz a ese grupo de histéricos fanáticos que darían la vida por este equipo que estoy defendiendo. Ahí me siento como un Niño Jesús que da el mejor regalo que a cualquier hombre se le puede dar. Porque el ser campeón los disfrutas por todo un año y el resto de personas que no comparten tu emoción respiran envidia cada vez que te ven. Así recuerdo la primera vez que me hice hincha de aquel equipo, que después de estar perdiendo dos a cero, pudieron remontar el marcador en quince minutos, y terminar cuatro a dos. Con una fantástica actuación del número diez que además de hacer un gol de tiro libre, iniciando la remontada, después dio un pase en callejón para que el delantero, aquel negro que se lo veía aún más oscuro con esa camiseta amarilla, con una fuerza que pudo verse en sus ojos, casi desorbitados, le rompió las manos al pobre arquero que empezaba a ver que lo peor aún no había venido. La cosa se definió en los cuatro últimos minutos. Primero gracias a la confusión impuesta por la avalancha amarilla que con una fuerza impetuosa avanzaba hacia el área de los asustados rivales, en una serie de tiros que pegaban en los inoportunos defensas, pero para nuestra suerte, un remate golpeó en el muslo de uno de los delanteros que habían bajado a ayudar a su zaga y descolocó totalmente al arquero (mientras él se dirigía a la izquierda donde al principio parecía el destino de la bola, luego esta fue a la derecha y se depositó mansamente en la mallas con un toque de comicidad). Y el cuarto gol fue casi lo mismo, todos los hinchas empujamos aquella bola, porque se suponía era un centro pero agarró un chanfle, como si tuviera voluntad y quisiera que nos postremos a sus pies, que descolocó al arquero y pegó en el palo, la bola rebotó saliendo de las 18 yardas y apareció el lateral izquierdo, que no había hecho un gol en toda la temporada, nueve meses de esterilidad, y le pegó un balazo imposible de ver sin la ayuda de la cámara lenta (esa que al fútbol lo hace ver como ballet), casi doscientos kilómetros por hora.
Pero: ¿Por qué recuerdo estas cosas si estoy en una final y estoy a un paso de lograr algo que pocos han podido hacer? Recuerdo el golpe y me doy cuenta de que no tengo control de mi cuerpo. Quiero levantar las manos y no puedo, tampoco puedo abrir los ojos. Acá me siento tan bien porque seguramente afuera me costará respirar. Todo me cuesta afuera a excepción de tapar disparos. Aquella masa que es mi cuerpo debe haber colapsado por minutos. Pero mi espíritu sigue intacto, mantiene esos inmensos deseos de ganar. Esos deseos de ganar y jugar fútbol que tengo desde que convencí a mi abuela para que me haga amigo de los vecinos. A los ocho años, en la escuela podíamos jugar, pero teníamos una profesora que odiaba que lleguemos sudados, con aroma a victoria y derrota, del recreo y por lo tanto jugábamos a escondidas, con pelotas hechas de montones de hojas arrancadas de cuadernos. Ahí se iban como en un barco de papel, a merced de un lago con un inclemente remolino en la mitad, nuestros deberes, lo que habíamos hecho durante la noche, porque el fútbol era más importante que unas operaciones matemáticas y el concepto de sujeto y predicado.
Ellos, los vecinos, hicieron la cosa más por quedar bien con mi abuela y con sus madres que por integrarme, porque seguramente en mí no vieron nada interesante así como yo no veía nada interesante en ellos. Todos eran mayores y se notaba en sus físicos. Yo era un alfeñique, alguien para aplastar, un nuevo muñeco de plastilina con quien jugar hasta que se parta. Me mandaron al arco, la posición que el resto de jugadores odiaban. Nadie quiere ir allá a aguantar pelotazos. Nadie se toma la molestia de vestirse, pedirle a su vieja que le compre zapatos, tan sólo para ir y quedarse quieto hasta que el equipo contrario avance y haya algo de acción, de revolcones. Y a nadie le gusta ser culpable, que el resto se le cargue y lo insulten. Ser arquero es lo más parecido a los dementes que quieren ser árbitros. Ser arquero es un buen placebo para un suicida, un kamikaze, alguien con complejo de mártir. Pero al final me acomodé en el arco, porque era una soledad que me gustaba. En los ratos que los contrarios no atacaban trataba de dejar mi preocupación a un lado y ahí entendía las cosas que realmente eran importantes (si es que existía algo importante a los ochos años). Era un momento crucial, lleno de presiones ante la necesidad de ser preciso, pero donde mi mente se despejaba, me sentía en paz. Era tan linda la perspectiva desde ahí, como la cima de un monte sagrado que su vista te llena de sabiduría. Y en los momentos de ataque, cuando yo era el único autorizado para ordenar, putear y sacudir con mis palabras a los defensas y a cualquier solidario que bajaba hasta allá, también sentía que formaba parte de algo, que todos trabajábamos en conjunto por la victoria. Así era el arco una especie de lugar de disfrute que descubrí, además me sentía único, pues puede que otros lo crean como el lugar para los rechazados dentro del campo de juego, pero ahí yo sabía que era el único que tenía las agallas para estar en ese puesto. Y resulté bueno, porque no tapaba en esos arcos hechos de piedra donde sólo puedes marcar goles a ras de piso, acá utilizábamos la pared del vecino que la veía tan alta en ese entonces que mi mayor preocupación eran aquellos tiros desde fuera del área y la humillación (con las posteriores risas en todos los decibeles) de los sombreritos. En esa blanca pared llena de lunares de tierra con forma de balones (Mikasa, Nike, Penalty y otros que eran los constantes regalos de navidad que nos daban), aprendí a lanzarme lo más posible, aprendí a que las manos no me dolieran aunque fueran tiros realizados por personas que ya habían empezado a descubrir la pornografía y detenían el juego callejero cada vez que una mujer en diminutas ropas, a causa del calor vespertino, pasaba por el lugar. Sabía que sus disparos eran cada vez más fuertes por impotencia, porque los delanteros o cualquiera que subiera debían hacer un esfuerzo mayor para vulnerarme, y cuando llegaban hasta la puerta del área muchas veces su mayor deseo no era marcar el gol, sino derribarme y si era posible quebrarme ante la insolencia de mi parte. Lo hacían por angustia, por rabia por no poder concretar las cosas. Así llegué a ser cotizado por los equipos. A veces era el primero en ser elegido, porque era el único arquero seguro del sector, y el resto no se ubicaban en la cancha, solo querían hacer goles, ser los ídolos del barrio, que su leyenda se mantenga en los alrededores de ese parqueadero que utilizábamos como cancha.
2.
En la escuela el fútbol era otra cosa, porque nuestras profesoras pitaban los partidos, se inventaban reglas estúpidas que no nos dejaban jugar como lo visto en los estadios, como los que queríamos ser. Por eso para el colegio pedí que me cambien. Y así pasó. En el nuevo colegio éramos novatos, las mujeres eran más altas que nosotros y a la mayoría de los que conocí ahí fue en la cancha de fútbol, el lugar más rápido para hacer nuevos amigos. Primero las ganas de jugar y después el cómo te llamas. Inmediatamente me hice del arco. Lo más probable es que nadie más lo querría, pero previniendo ya había llevado unos guantes para asegurarme del puesto. Enseguida surgió rivalidad con el otro paralelo. Rivalidad obviamente creada por los partidos de fútbol. Ambos cursos esperamos las olimpiadas. Nosotros nos habíamos preparados en todos los frentes, la alineación ya estaba hechas desde meses atrás y en cada clase de educación física jorobábamos al profesor para que nos permita jugar. Igual a la hora de salida, cuando tocaba aquel timbre nos dirigíamos a la canchita de tierra, con el uniforme de diario y la mochila para sentir vida un rato más antes de volver a casa. En las olimpiadas les metimos tres a cero. Qué equipazo que teníamos. El capitán Córdoba y el número ocho de apellido Díaz eran las estrellas. El uno armador y el otro el puntero. El resto se completaba con Vasconcellos, Guzmán y Da Silva en la defensa; los dos últimos los más altos de la clase y Vasconcellos le daba una buena comba a los tiros libres (con sus pies pequeños, el mismo don en el fútbol, tal vez no en la cama, que confesó Chilavert) así que lo pusimos ahí. El trabajo sucio estaba a cargo de Erazo, un tanquecito que en estos días es un adulto con aspecto de manatí que eructa todo el día un aroma a cerveza y a cigarrillo (que ha vuelto su voz semejante a la de un viejo con cáncer de garganta); por la izquierda iba Moreira, quien llego un día al colegio a medio año y al siguiente ya no apareció más, y Córdoba completaba el mediocampo (era el guapo en el trato al balón, a veces ni se despeinaba, como un James Bond que se mantenía pulcro ante las amenazas de los rivales). Arriba iba solo Díaz, bajito y escurridizo (sabíamos que nunca iba a hacer un gol de cabeza pero a los doce años nadie hace un gol de cabeza). Todos nos llamábamos según el apellido, nunca supe el porqué y ahora eso me parece una reverenda idiotez porque al final éramos amigos y no se trataba de un batallón militar. Y con la victoria contra el otro curso creíamos que ya habíamos cumplido nuestra parte: demostrar cual de los dos era el mejor, porque sabíamos que difícilmente podíamos optar por el campeonato. Esa creencia se vio una semana después cuando perdimos cinco a cero contra tercer curso. No era la primera vez que me habían metido cinco goles en un partido pero la rabia, la humillación, las ganas de que todo se repitiera o de que todo se borrara fue un monstruoso acompañante durante la estancia en el colegio hasta el siguiente año. Cada vez que veía a uno de los autores de los goles que me metieron sentía vergüenza, quería meterme en otro lugar, quería cambiarme de colegio; por lo que, entre todos, juramos no cambiarnos de colegio para el próximo año ser campeones. A esa final del año siguiente llegamos con las justas, porque no éramos la máquina invencible que creímos ser. Díaz se había ido, Vasconcellos también y no llegó nadie a reemplazarlos. Cuatro victorias, dos empates y una derrota. Por gol diferencia jugamos contra el paralelo B que el año pasado le habíamos ganado cómodamente. Ahora ellos estaban muy favorecidos con la llegada de un nuevo alumno de apellido Salame. Era muy rápido y no tenía miedo de pegarle desde donde fuera. Por esas razones se había convertido en el goleador del torneo. Ahora los del B eran los vistosos en el juego, mientras que nosotros habíamos agarrado algo de maña, mística, todo sea para ganarle a los cursos superiores. En aquella final estaba muy nervioso, nunca me había sentido así. Sentía una presión muy intensa como si no tuviera más oportunidades.
Así que ahí estábamos con nuestros uniformes de la selección de Inglaterra y ellos con el del Peñarol de Uruguay. Desde el inicio del partido fui un espectador más de un cotejo que se jugaba veinte minutos en cada tiempo. Espectador porque no tuve mayor actividades que recoger pelotazos que se iban fuera de la cancha y yo los sacaba desde el arco, así hasta el minuto doce, más o menos, donde el jugador número diez del otro paralelo esquivo a Da Silva y sacó un disparo fuerte que pegó un pique en el piso de tierra y una piedra lo descolocó, exigiéndome utilizar la mano que en un principio no había estirado. Aquel partido fue como jugar en el desierto, un calor insoportable, con un sol totalmente celeste sin ninguna nube que asome, en una cancha de tierra (terreno baldío) con matitas de pasto que crecían irregularmente, con postes de caña guadua que ante cualquier remate potente en el horizontal se desbarataba. Diecisiete minutos y ese potente tiro sucedió en la final. Córdova pateó y la pelota se estrelló en el palo, este se cayó (literalmente) y finalmente la bola entró sin que se pueda ver enseguida debido a la polvareda armada como en una película del viejo oeste con blancos e indios en plena persecución. Queríamos que el partido se acabara ya y esas ansías nos perjudicaron porque retrocedíamos la bola, dábamos un sinnúmero repetitivo de toques que se habían vuelto monótonos y fáciles de adivinar. Por suerte los otros estaban aún temerosos, no se habían podido sincronizar y a más de uno le faltaba sed de gloria. Lastimosamente un contraataque que armamos, dejando a un defensa solo abajo, no terminó en gol y el arquero pudo agarrarla con las manos, sacar fuerte un balón al centro que debía ser interceptado por Da Silva que quedó como libero pero la bola le rebotó y no alcanzó a cabecear y otra vez el número diez contrario tuvo el balón, y ante mi salida dio un pase al número ocho que lo había acompañado y definió con el arco vacio. En ese instante ambos equipos nos dedicamos a cuidar el resultado. Entraron defensas por delanteros que no querían salir y mantuvimos a Guzmán, que había empezado a vomitar disimuladamente por la zona del córner, sólo para que patee un penal.
El primero lo pateó Córdoba, y Guerra, su arquero, se lanzó bastante bien para interceptarlo pero por suerte el tiro fue bastante esquinado y después de pegar en el palo izquierdo se metió en el arco. El capitán del otro paralelo fue a patear el primer penal de su equipo. Yo me había colocado bajo el horizontal y sentí que el sol me pegaba en la frente, se metía en mis ojos y vaciaba todos mis pensamientos como me pasaba cada vez que frente a mis ojos la maestra colocaba un examen en mi pupitre. El buzo también me daba un calor insoportable y sentía que en aquel minuto disminuí de peso con cada palpitación del corazón. Cuando vi que colocó la bola y se dirigió a patear, intuí que la iba a lanzar al lado derecho, para cruzármela, y así fue, por lo que me salí de la raya, corriendo como un héroe suicida que se lanza al ver una granada que pone en riesgo la vida del resto del pelotón, pero eso no importó, porque la violencia del tiro dobló mi mano haciendo inútil el esfuerzo, que visto desde afuera el histrionismo de la escena pudo haber provocado en más de un casual espectador una vergüenza ajena que les recordó sacrificios hechos años atrás pero que ahora tal vez no valen la pena, por bloquear aquel esférico que finalmente fue a parar a la calle por la falta de redes. Los segundos y terceros penales, para cada equipo, fueron anotados, hasta que en el cuarto penal, viendo la forma en que se colocó el pateador, pude taparlo quedándome quieto, porque sabía que iba a ir así, fuerte y al medio. Lo manoteé pero cuando tuvimos la oportunidad de definir el partido sin darle vueltas al asunto, en el instante que se presenta la primera oportunidad y que como un eclipse, que a esa edad uno cree que solo una vez podrá pasar un evento así, Erazo sintió toda la presión en sus piernas y por tratar de asegurarla fuerte y a una esquina, la botó hacia los espesos matorrales, cerca de donde habíamos detectado un fuerte hedor que finalmente resultó en el cadáver descompuesto de un perro color negro con manchas amarillas en la cara y gusanos blanquinosos que desesperadamente se movían dentro y fuera del estómago perforado del animal, como señal de una histeria ante semejante banquete, lo que provocó un lapsus de demora hasta que la bola sea encontrada que apareció blanca como una perla, brillante por los rayos de sol y con la marca ya desgastada por la tinta de tanto maltrato que se le dio. Ahora toda la presión estaba sobre mis hombros y el dirigente de mi equipo, aquel tipejo que nunca nos hizo entrenar, que odiaba el deporte, pero ahora se sentía parte del triunfo, un papa pitufo: trató de darme palabras de aliento que no escuché, mis oídos eran una radio que no recibía aquel tipo de hipócrita recepción. No recuerdo quién pateó el penal, sólo recuerdo que estaba más nervioso que yo y lo lanzó abajo a la derecha, a la esquina donde se me hace más cómodo lanzarme y alcancé a tocar el esférico, como un meteorito que es desviado a centímetros de la tierra en el último minuto, y ese pequeño roce fue suficiente y ahora éramos campeones. Lo gritamos, lo saboreamos, no paramos de cantar todo el día y a la mañana siguiente fuimos con aquella camiseta de la que no nos queríamos separar, sin importar que no nos dejaran entrar en la puerta del colegio. La alegría era así y la disfrutamos por todo el año. Un presagio de que el siguiente no sería igual.
3.
Varios se habían ido y varios habían llegado. Todo el trabajo anterior ahora no servía, había que comenzar de nuevo y empezar a practicar. Pero las mujeres habían pasado a ser una prioridad más que el fútbol. Ahora además de la gloria queríamos impresionarlas y por eso queríamos llegar a la final, pero confiando en nuestras habilidades individuales sin pensar en equipo. No entrenamos, pero llegamos a la final que perdimos uno a cero. Un gol de sombrerito donde tuve mucho de responsabilidad. En el barrio había dejado de jugar también y mis reflejos ya no eran los mismos. Lo lamentamos pero no hubo muchos sufrimientos ni sollozos y la cosa pasó tranquila. En navidad no pedíamos más balones, sino discos de música, ropa, juegos de video. La despedida del fútbol fue como una muerte ya anunciada a la que le habían borrado todas las perturbaciones anexas al duelo de rigor. La separación no tuvo traumas. El deseo de ganar ya no estaba anclado en nosotros. Hice mi último intento, el mismo año, metiéndome a la selección de fútbol del colegio pero fue una gran decepción porque aquel entrenador tenía sus favoritos y había armado una mafia donde además de sus titulares, el resto que entrenábamos ahí servía como prueba de lujo. Los muchachos que no tenían nada que hacer en casa, y jugaban y sudaban un rato, los que tenían números del 12 al 25, porque los favoritos uno los reconocía por el número que usaban en la espalda. Debo reconocer que algunos tenían mucha habilidad y técnica, pero muchos tampoco iban a entrenar e igual jugaban de titulares. Así con ese solapamiento, con esas desventajas naturales que había recibido y que ningún esfuerzo o disciplina cambiarían, empecé a alejarme del deporte. El resto de las olimpiadas anuales estaban sólo para pasar el rato y para salir de aquella dieta de fútbol que me había impuesto involuntariamente. No era gula porque lo disfrutaba mucho pero el romance ya se había ido. Vagamente recuerdo una semifinal en el quinto curso, un año antes de graduarnos que pudo resultar épica porque estando dos a cero abajo empatamos al curso favorito, pero al final un gol de último minuto nos impidió el pase a la final. Así era mi relación ahora con la razón de mi felicidad en años atrás, como si una grieta de abismo infinito sin eco nos hubiera separado y cada uno haya seguido el camino opuesto para no vernos más, con el fútbol hasta que un día, en un viaje familiar visitamos la ciudad de Rosario en Argentina. Yo me había separado de mi familia que fue a visitar el monumento a la Bandera con su perfección de concreto, su solemnidad patriotera, su alta columna, el Paraná que atrás se lo puede ver celestialmente limpio y sus islas como impresionistas óleos verdes. Yo fui al Gigante de Arroyito y después de caminar las ramblas, viendo como chicos en sus bicicletas de panadero, en pandilla les robaban los bolsos a mujeres que caminaban descuidadas por las abandonadas vías del tren que ahora están debajo de casas, de canchas y matorrales sin dueños ni visitas. Y al llegar ahí al estadio, además de ver el gran edificio pintado de amarillo y azul, me llamó la atención un chico de mi edad, que caminaba por el estadio junto a un amigo. Cantaba muchas canciones a favor de Rosario Central; hurgaba por las rejillas que permitían ver la cancha; se saludaba con los vecinos que vivían en las casas pintadas, del color del equipo de sus amores, cercanas al estadio; hablaba un rato, preguntando por famosos y desconocidos que por igual pertenecen al club del Arroyito, con las pintores que se encontraban refaccionando un letrero de una caricatura inspirada en un boceto del Negro Fontanarrosa; en la esquina Olmedo se persignó y en el Arroyito comenzó a corear alineaciones, a cambiarlas rápidamente en su mente como una partida de ajedrez, como un accionista o un vendedor de bolsa de valores que histéricamente realiza su trabajo en voz alta; y al ver una camioneta pintada con el amarillo y azul, y una bandera que soberanamente flameaba, comenzó a cantar: “Yo no abandono por que no soy del laguito/, yo soy guerrero y del barrio de Arroyito!/ no caben dudas que Rosario es de Central/ vení al gigante te lo vamo a demostrar...
Sé que estoy en una final, sé que de mi depende mantener este uno a cero que logramos con un favor del árbitro (pitó un penal que yo desde el otro extremo claramente pude ver que no fue así). Pero las honestidades a la mierda, lo que importa es ganar; porque no gano sólo por gloria propia sino también porque quiero ver feliz a ese grupo de histéricos fanáticos que darían la vida por este equipo que estoy defendiendo. Ahí me siento como un Niño Jesús que da el mejor regalo que a cualquier hombre se le puede dar. Porque el ser campeón los disfrutas por todo un año y el resto de personas que no comparten tu emoción respiran envidia cada vez que te ven. Así recuerdo la primera vez que me hice hincha de aquel equipo, que después de estar perdiendo dos a cero, pudieron remontar el marcador en quince minutos, y terminar cuatro a dos. Con una fantástica actuación del número diez que además de hacer un gol de tiro libre, iniciando la remontada, después dio un pase en callejón para que el delantero, aquel negro que se lo veía aún más oscuro con esa camiseta amarilla, con una fuerza que pudo verse en sus ojos, casi desorbitados, le rompió las manos al pobre arquero que empezaba a ver que lo peor aún no había venido. La cosa se definió en los cuatro últimos minutos. Primero gracias a la confusión impuesta por la avalancha amarilla que con una fuerza impetuosa avanzaba hacia el área de los asustados rivales, en una serie de tiros que pegaban en los inoportunos defensas, pero para nuestra suerte, un remate golpeó en el muslo de uno de los delanteros que habían bajado a ayudar a su zaga y descolocó totalmente al arquero (mientras él se dirigía a la izquierda donde al principio parecía el destino de la bola, luego esta fue a la derecha y se depositó mansamente en la mallas con un toque de comicidad). Y el cuarto gol fue casi lo mismo, todos los hinchas empujamos aquella bola, porque se suponía era un centro pero agarró un chanfle, como si tuviera voluntad y quisiera que nos postremos a sus pies, que descolocó al arquero y pegó en el palo, la bola rebotó saliendo de las 18 yardas y apareció el lateral izquierdo, que no había hecho un gol en toda la temporada, nueve meses de esterilidad, y le pegó un balazo imposible de ver sin la ayuda de la cámara lenta (esa que al fútbol lo hace ver como ballet), casi doscientos kilómetros por hora.
Pero: ¿Por qué recuerdo estas cosas si estoy en una final y estoy a un paso de lograr algo que pocos han podido hacer? Recuerdo el golpe y me doy cuenta de que no tengo control de mi cuerpo. Quiero levantar las manos y no puedo, tampoco puedo abrir los ojos. Acá me siento tan bien porque seguramente afuera me costará respirar. Todo me cuesta afuera a excepción de tapar disparos. Aquella masa que es mi cuerpo debe haber colapsado por minutos. Pero mi espíritu sigue intacto, mantiene esos inmensos deseos de ganar. Esos deseos de ganar y jugar fútbol que tengo desde que convencí a mi abuela para que me haga amigo de los vecinos. A los ocho años, en la escuela podíamos jugar, pero teníamos una profesora que odiaba que lleguemos sudados, con aroma a victoria y derrota, del recreo y por lo tanto jugábamos a escondidas, con pelotas hechas de montones de hojas arrancadas de cuadernos. Ahí se iban como en un barco de papel, a merced de un lago con un inclemente remolino en la mitad, nuestros deberes, lo que habíamos hecho durante la noche, porque el fútbol era más importante que unas operaciones matemáticas y el concepto de sujeto y predicado.
Ellos, los vecinos, hicieron la cosa más por quedar bien con mi abuela y con sus madres que por integrarme, porque seguramente en mí no vieron nada interesante así como yo no veía nada interesante en ellos. Todos eran mayores y se notaba en sus físicos. Yo era un alfeñique, alguien para aplastar, un nuevo muñeco de plastilina con quien jugar hasta que se parta. Me mandaron al arco, la posición que el resto de jugadores odiaban. Nadie quiere ir allá a aguantar pelotazos. Nadie se toma la molestia de vestirse, pedirle a su vieja que le compre zapatos, tan sólo para ir y quedarse quieto hasta que el equipo contrario avance y haya algo de acción, de revolcones. Y a nadie le gusta ser culpable, que el resto se le cargue y lo insulten. Ser arquero es lo más parecido a los dementes que quieren ser árbitros. Ser arquero es un buen placebo para un suicida, un kamikaze, alguien con complejo de mártir. Pero al final me acomodé en el arco, porque era una soledad que me gustaba. En los ratos que los contrarios no atacaban trataba de dejar mi preocupación a un lado y ahí entendía las cosas que realmente eran importantes (si es que existía algo importante a los ochos años). Era un momento crucial, lleno de presiones ante la necesidad de ser preciso, pero donde mi mente se despejaba, me sentía en paz. Era tan linda la perspectiva desde ahí, como la cima de un monte sagrado que su vista te llena de sabiduría. Y en los momentos de ataque, cuando yo era el único autorizado para ordenar, putear y sacudir con mis palabras a los defensas y a cualquier solidario que bajaba hasta allá, también sentía que formaba parte de algo, que todos trabajábamos en conjunto por la victoria. Así era el arco una especie de lugar de disfrute que descubrí, además me sentía único, pues puede que otros lo crean como el lugar para los rechazados dentro del campo de juego, pero ahí yo sabía que era el único que tenía las agallas para estar en ese puesto. Y resulté bueno, porque no tapaba en esos arcos hechos de piedra donde sólo puedes marcar goles a ras de piso, acá utilizábamos la pared del vecino que la veía tan alta en ese entonces que mi mayor preocupación eran aquellos tiros desde fuera del área y la humillación (con las posteriores risas en todos los decibeles) de los sombreritos. En esa blanca pared llena de lunares de tierra con forma de balones (Mikasa, Nike, Penalty y otros que eran los constantes regalos de navidad que nos daban), aprendí a lanzarme lo más posible, aprendí a que las manos no me dolieran aunque fueran tiros realizados por personas que ya habían empezado a descubrir la pornografía y detenían el juego callejero cada vez que una mujer en diminutas ropas, a causa del calor vespertino, pasaba por el lugar. Sabía que sus disparos eran cada vez más fuertes por impotencia, porque los delanteros o cualquiera que subiera debían hacer un esfuerzo mayor para vulnerarme, y cuando llegaban hasta la puerta del área muchas veces su mayor deseo no era marcar el gol, sino derribarme y si era posible quebrarme ante la insolencia de mi parte. Lo hacían por angustia, por rabia por no poder concretar las cosas. Así llegué a ser cotizado por los equipos. A veces era el primero en ser elegido, porque era el único arquero seguro del sector, y el resto no se ubicaban en la cancha, solo querían hacer goles, ser los ídolos del barrio, que su leyenda se mantenga en los alrededores de ese parqueadero que utilizábamos como cancha.
2.
En la escuela el fútbol era otra cosa, porque nuestras profesoras pitaban los partidos, se inventaban reglas estúpidas que no nos dejaban jugar como lo visto en los estadios, como los que queríamos ser. Por eso para el colegio pedí que me cambien. Y así pasó. En el nuevo colegio éramos novatos, las mujeres eran más altas que nosotros y a la mayoría de los que conocí ahí fue en la cancha de fútbol, el lugar más rápido para hacer nuevos amigos. Primero las ganas de jugar y después el cómo te llamas. Inmediatamente me hice del arco. Lo más probable es que nadie más lo querría, pero previniendo ya había llevado unos guantes para asegurarme del puesto. Enseguida surgió rivalidad con el otro paralelo. Rivalidad obviamente creada por los partidos de fútbol. Ambos cursos esperamos las olimpiadas. Nosotros nos habíamos preparados en todos los frentes, la alineación ya estaba hechas desde meses atrás y en cada clase de educación física jorobábamos al profesor para que nos permita jugar. Igual a la hora de salida, cuando tocaba aquel timbre nos dirigíamos a la canchita de tierra, con el uniforme de diario y la mochila para sentir vida un rato más antes de volver a casa. En las olimpiadas les metimos tres a cero. Qué equipazo que teníamos. El capitán Córdoba y el número ocho de apellido Díaz eran las estrellas. El uno armador y el otro el puntero. El resto se completaba con Vasconcellos, Guzmán y Da Silva en la defensa; los dos últimos los más altos de la clase y Vasconcellos le daba una buena comba a los tiros libres (con sus pies pequeños, el mismo don en el fútbol, tal vez no en la cama, que confesó Chilavert) así que lo pusimos ahí. El trabajo sucio estaba a cargo de Erazo, un tanquecito que en estos días es un adulto con aspecto de manatí que eructa todo el día un aroma a cerveza y a cigarrillo (que ha vuelto su voz semejante a la de un viejo con cáncer de garganta); por la izquierda iba Moreira, quien llego un día al colegio a medio año y al siguiente ya no apareció más, y Córdoba completaba el mediocampo (era el guapo en el trato al balón, a veces ni se despeinaba, como un James Bond que se mantenía pulcro ante las amenazas de los rivales). Arriba iba solo Díaz, bajito y escurridizo (sabíamos que nunca iba a hacer un gol de cabeza pero a los doce años nadie hace un gol de cabeza). Todos nos llamábamos según el apellido, nunca supe el porqué y ahora eso me parece una reverenda idiotez porque al final éramos amigos y no se trataba de un batallón militar. Y con la victoria contra el otro curso creíamos que ya habíamos cumplido nuestra parte: demostrar cual de los dos era el mejor, porque sabíamos que difícilmente podíamos optar por el campeonato. Esa creencia se vio una semana después cuando perdimos cinco a cero contra tercer curso. No era la primera vez que me habían metido cinco goles en un partido pero la rabia, la humillación, las ganas de que todo se repitiera o de que todo se borrara fue un monstruoso acompañante durante la estancia en el colegio hasta el siguiente año. Cada vez que veía a uno de los autores de los goles que me metieron sentía vergüenza, quería meterme en otro lugar, quería cambiarme de colegio; por lo que, entre todos, juramos no cambiarnos de colegio para el próximo año ser campeones. A esa final del año siguiente llegamos con las justas, porque no éramos la máquina invencible que creímos ser. Díaz se había ido, Vasconcellos también y no llegó nadie a reemplazarlos. Cuatro victorias, dos empates y una derrota. Por gol diferencia jugamos contra el paralelo B que el año pasado le habíamos ganado cómodamente. Ahora ellos estaban muy favorecidos con la llegada de un nuevo alumno de apellido Salame. Era muy rápido y no tenía miedo de pegarle desde donde fuera. Por esas razones se había convertido en el goleador del torneo. Ahora los del B eran los vistosos en el juego, mientras que nosotros habíamos agarrado algo de maña, mística, todo sea para ganarle a los cursos superiores. En aquella final estaba muy nervioso, nunca me había sentido así. Sentía una presión muy intensa como si no tuviera más oportunidades.
Así que ahí estábamos con nuestros uniformes de la selección de Inglaterra y ellos con el del Peñarol de Uruguay. Desde el inicio del partido fui un espectador más de un cotejo que se jugaba veinte minutos en cada tiempo. Espectador porque no tuve mayor actividades que recoger pelotazos que se iban fuera de la cancha y yo los sacaba desde el arco, así hasta el minuto doce, más o menos, donde el jugador número diez del otro paralelo esquivo a Da Silva y sacó un disparo fuerte que pegó un pique en el piso de tierra y una piedra lo descolocó, exigiéndome utilizar la mano que en un principio no había estirado. Aquel partido fue como jugar en el desierto, un calor insoportable, con un sol totalmente celeste sin ninguna nube que asome, en una cancha de tierra (terreno baldío) con matitas de pasto que crecían irregularmente, con postes de caña guadua que ante cualquier remate potente en el horizontal se desbarataba. Diecisiete minutos y ese potente tiro sucedió en la final. Córdova pateó y la pelota se estrelló en el palo, este se cayó (literalmente) y finalmente la bola entró sin que se pueda ver enseguida debido a la polvareda armada como en una película del viejo oeste con blancos e indios en plena persecución. Queríamos que el partido se acabara ya y esas ansías nos perjudicaron porque retrocedíamos la bola, dábamos un sinnúmero repetitivo de toques que se habían vuelto monótonos y fáciles de adivinar. Por suerte los otros estaban aún temerosos, no se habían podido sincronizar y a más de uno le faltaba sed de gloria. Lastimosamente un contraataque que armamos, dejando a un defensa solo abajo, no terminó en gol y el arquero pudo agarrarla con las manos, sacar fuerte un balón al centro que debía ser interceptado por Da Silva que quedó como libero pero la bola le rebotó y no alcanzó a cabecear y otra vez el número diez contrario tuvo el balón, y ante mi salida dio un pase al número ocho que lo había acompañado y definió con el arco vacio. En ese instante ambos equipos nos dedicamos a cuidar el resultado. Entraron defensas por delanteros que no querían salir y mantuvimos a Guzmán, que había empezado a vomitar disimuladamente por la zona del córner, sólo para que patee un penal.
El primero lo pateó Córdoba, y Guerra, su arquero, se lanzó bastante bien para interceptarlo pero por suerte el tiro fue bastante esquinado y después de pegar en el palo izquierdo se metió en el arco. El capitán del otro paralelo fue a patear el primer penal de su equipo. Yo me había colocado bajo el horizontal y sentí que el sol me pegaba en la frente, se metía en mis ojos y vaciaba todos mis pensamientos como me pasaba cada vez que frente a mis ojos la maestra colocaba un examen en mi pupitre. El buzo también me daba un calor insoportable y sentía que en aquel minuto disminuí de peso con cada palpitación del corazón. Cuando vi que colocó la bola y se dirigió a patear, intuí que la iba a lanzar al lado derecho, para cruzármela, y así fue, por lo que me salí de la raya, corriendo como un héroe suicida que se lanza al ver una granada que pone en riesgo la vida del resto del pelotón, pero eso no importó, porque la violencia del tiro dobló mi mano haciendo inútil el esfuerzo, que visto desde afuera el histrionismo de la escena pudo haber provocado en más de un casual espectador una vergüenza ajena que les recordó sacrificios hechos años atrás pero que ahora tal vez no valen la pena, por bloquear aquel esférico que finalmente fue a parar a la calle por la falta de redes. Los segundos y terceros penales, para cada equipo, fueron anotados, hasta que en el cuarto penal, viendo la forma en que se colocó el pateador, pude taparlo quedándome quieto, porque sabía que iba a ir así, fuerte y al medio. Lo manoteé pero cuando tuvimos la oportunidad de definir el partido sin darle vueltas al asunto, en el instante que se presenta la primera oportunidad y que como un eclipse, que a esa edad uno cree que solo una vez podrá pasar un evento así, Erazo sintió toda la presión en sus piernas y por tratar de asegurarla fuerte y a una esquina, la botó hacia los espesos matorrales, cerca de donde habíamos detectado un fuerte hedor que finalmente resultó en el cadáver descompuesto de un perro color negro con manchas amarillas en la cara y gusanos blanquinosos que desesperadamente se movían dentro y fuera del estómago perforado del animal, como señal de una histeria ante semejante banquete, lo que provocó un lapsus de demora hasta que la bola sea encontrada que apareció blanca como una perla, brillante por los rayos de sol y con la marca ya desgastada por la tinta de tanto maltrato que se le dio. Ahora toda la presión estaba sobre mis hombros y el dirigente de mi equipo, aquel tipejo que nunca nos hizo entrenar, que odiaba el deporte, pero ahora se sentía parte del triunfo, un papa pitufo: trató de darme palabras de aliento que no escuché, mis oídos eran una radio que no recibía aquel tipo de hipócrita recepción. No recuerdo quién pateó el penal, sólo recuerdo que estaba más nervioso que yo y lo lanzó abajo a la derecha, a la esquina donde se me hace más cómodo lanzarme y alcancé a tocar el esférico, como un meteorito que es desviado a centímetros de la tierra en el último minuto, y ese pequeño roce fue suficiente y ahora éramos campeones. Lo gritamos, lo saboreamos, no paramos de cantar todo el día y a la mañana siguiente fuimos con aquella camiseta de la que no nos queríamos separar, sin importar que no nos dejaran entrar en la puerta del colegio. La alegría era así y la disfrutamos por todo el año. Un presagio de que el siguiente no sería igual.
3.
Varios se habían ido y varios habían llegado. Todo el trabajo anterior ahora no servía, había que comenzar de nuevo y empezar a practicar. Pero las mujeres habían pasado a ser una prioridad más que el fútbol. Ahora además de la gloria queríamos impresionarlas y por eso queríamos llegar a la final, pero confiando en nuestras habilidades individuales sin pensar en equipo. No entrenamos, pero llegamos a la final que perdimos uno a cero. Un gol de sombrerito donde tuve mucho de responsabilidad. En el barrio había dejado de jugar también y mis reflejos ya no eran los mismos. Lo lamentamos pero no hubo muchos sufrimientos ni sollozos y la cosa pasó tranquila. En navidad no pedíamos más balones, sino discos de música, ropa, juegos de video. La despedida del fútbol fue como una muerte ya anunciada a la que le habían borrado todas las perturbaciones anexas al duelo de rigor. La separación no tuvo traumas. El deseo de ganar ya no estaba anclado en nosotros. Hice mi último intento, el mismo año, metiéndome a la selección de fútbol del colegio pero fue una gran decepción porque aquel entrenador tenía sus favoritos y había armado una mafia donde además de sus titulares, el resto que entrenábamos ahí servía como prueba de lujo. Los muchachos que no tenían nada que hacer en casa, y jugaban y sudaban un rato, los que tenían números del 12 al 25, porque los favoritos uno los reconocía por el número que usaban en la espalda. Debo reconocer que algunos tenían mucha habilidad y técnica, pero muchos tampoco iban a entrenar e igual jugaban de titulares. Así con ese solapamiento, con esas desventajas naturales que había recibido y que ningún esfuerzo o disciplina cambiarían, empecé a alejarme del deporte. El resto de las olimpiadas anuales estaban sólo para pasar el rato y para salir de aquella dieta de fútbol que me había impuesto involuntariamente. No era gula porque lo disfrutaba mucho pero el romance ya se había ido. Vagamente recuerdo una semifinal en el quinto curso, un año antes de graduarnos que pudo resultar épica porque estando dos a cero abajo empatamos al curso favorito, pero al final un gol de último minuto nos impidió el pase a la final. Así era mi relación ahora con la razón de mi felicidad en años atrás, como si una grieta de abismo infinito sin eco nos hubiera separado y cada uno haya seguido el camino opuesto para no vernos más, con el fútbol hasta que un día, en un viaje familiar visitamos la ciudad de Rosario en Argentina. Yo me había separado de mi familia que fue a visitar el monumento a la Bandera con su perfección de concreto, su solemnidad patriotera, su alta columna, el Paraná que atrás se lo puede ver celestialmente limpio y sus islas como impresionistas óleos verdes. Yo fui al Gigante de Arroyito y después de caminar las ramblas, viendo como chicos en sus bicicletas de panadero, en pandilla les robaban los bolsos a mujeres que caminaban descuidadas por las abandonadas vías del tren que ahora están debajo de casas, de canchas y matorrales sin dueños ni visitas. Y al llegar ahí al estadio, además de ver el gran edificio pintado de amarillo y azul, me llamó la atención un chico de mi edad, que caminaba por el estadio junto a un amigo. Cantaba muchas canciones a favor de Rosario Central; hurgaba por las rejillas que permitían ver la cancha; se saludaba con los vecinos que vivían en las casas pintadas, del color del equipo de sus amores, cercanas al estadio; hablaba un rato, preguntando por famosos y desconocidos que por igual pertenecen al club del Arroyito, con las pintores que se encontraban refaccionando un letrero de una caricatura inspirada en un boceto del Negro Fontanarrosa; en la esquina Olmedo se persignó y en el Arroyito comenzó a corear alineaciones, a cambiarlas rápidamente en su mente como una partida de ajedrez, como un accionista o un vendedor de bolsa de valores que histéricamente realiza su trabajo en voz alta; y al ver una camioneta pintada con el amarillo y azul, y una bandera que soberanamente flameaba, comenzó a cantar: “Yo no abandono por que no soy del laguito/, yo soy guerrero y del barrio de Arroyito!/ no caben dudas que Rosario es de Central/ vení al gigante te lo vamo a demostrar...
Lo que vi aquel día fue la demostración más grande de amor que había presenciado, porque seguramente ese chico se probó en el equipo, fue rechazado, pero sigue siendo hincha de él, sin esperar nada a cambio por muchos días del año, únicamente la esperanza que uno de esos días le dé una de esas grandes alegrías que sirven como faros para iluminar el camino dentro de un túnel que puede demorar años en llegar hasta el otro extremo. Por ese evento volví al fútbol, por ver como los ojos le brillaban al sólo pasar, sentir que formaba parte de algo, que el club era más que una familia, era la razón de existir, antes de graduarme me fui a probar al equipo de mis amores, y después de siete meses, después de ser rechazado tres veces, pude entrar con las completas. Mi sueldo fue bajo y varias veces tuve que hacer sacrificios para ser el mejor. Pero ese recuerdo me lleva ahora aquí, hasta final, la antesala de la gloria, pero de la cual estoy en buena medida ausente, y de la que daría cualquier cosa por no salir de ella, porque estoy dispuesto a morir aquí. Si yo hiciera la película de mi vida, en el epílogo, en un atardecer como este, ante la banda sonora que son los cánticos de la hinchada, podría mi cuerpo dejar de existir sabiendo que he sido parte de la gloria que estamos a punto de conseguir. Por eso cuando escucho en los altavoces el cambio y los sollozos de varios de mis compañeros y los murmullos consternados de los médicos, alcanzó a levantar los ojos y al ver al joven arquero que está entrando mientras yo salgo, sólo puedo decirle que no la arruine y que disfrute de este título y de mi puesto, porque yo ya lo he dejado todo acá y de ahora en adelante nada tendrá más sentido que esto. Mejor me dejo llevar por aquella paz que me llama mientras en los últimos segundos de mi vida me imagino como será la celebración del campeonato y me siento en primera fila ante los recuerdos que como una película al revés se van presentando sin sonido alguno, y que tienen como un único denominador común un balón.
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